Con motivo del inicio de las agresiones armadas de Estados Unidos a Irak.
Como padre de dos pequeños y como responsable de un centro de estimulación temprana, llevo varios días tratando de llegar a una conclusión razonable con respecto a dos interrogantes:
- ¿Cómo le explico a mis hijos y a mis alumnitos el injustificable acontecimiento de la guerra?
- ¿Qué responsabilidad tenemos los educadores (incluidos los padres) en esta situación social?
Debemos considerar que todo individuo, casi de la edad que sea, ha tenido abundante información acerca de la guerra y de sus consecuencias por todos los medios: los niños oyen a sus padres comentar con otros, la ven a cada instante por la televisión, tratan el tema en sus escuelas, observan numerosas fotografías, etc.
No cabe ninguna duda de que ellos saben que existe la guerra y que eso conlleva algún riesgo, aunque no podríamos generalizar sobre la percepción que ellos tienen sobre esos riesgos, ya que cada uno lo ve de su singular manera y particulares características sociales y psicológicas; sí, en cambio, podemos considerar que los niños de nuestros países ven los riesgos como lejanos y nebulosos y que los sufrirán gente que ellos no conocen. Difícilmente podrán considerar los devastadores efectos que tendrá en la economía de nuestros países, en la seguridad social que sin duda ello desencadenará al generar aún más terrorismo, desolación, muerte, enfermedades de extrañísima aparición, recomposición de los mega-poderes, el desplome del dólar o del petróleo y un sin fin de otros hechos que en mayor o menor medida nos llegarán y afectarán irremediablemente.
Cuando algo comentamos a nuestros hijos, generalmente partimos de sus preguntas y nos escudamos de no decir nada arguyendo que “no me ha preguntado al respecto”. Pero ahora preguntan a cada momento y además sabemos que toda esa información que están recibiendo se está acomodando a su pensamiento y convivirá con ellos el resto de sus vidas.
Ante ello ¿es ético no hacer nada?, ¿es permisible hacerse el disimulado y fingir que no pasa nada? No. ¡Absolutamente no!.
Nuestros niños están siendo intensamente influidos por la guerra aunque ésta se encuentre a miles de kilómetros de casa. Son otra víctima de ella. Entonces, manos a la obra: La técnica dice que habrá que explicar a los niños estrictamente la verdad.
Pero, ¿qué demonios es la verdad en esta guerra?, ¿qué concepto de “buenos” o “malos” usaremos?; ¿quién fue más malo o quién merecía ser tratado así?; ¿quién es justo o injusto?. Ese camino no nos llevará a nada.
El asunto me sitúa entonces a rechazarlo absolutamente: ¡No a la violencia!
Toda ella es mala y perniciosa, termina por afectar a los débiles e inocentes y por ser injusta y cobarde. La violencia -cualquiera que sea su causa- genera, irremediablemente, más violencia. Muy bien; tenemos ya un principio más o menos sólido, pero ¿de qué servirá una exclamación de no violencia si nuestros infantes pasan decenas o cientos de minutos cada día frente a un aparato que promulga exactamente lo contrario en cada uno de sus programas pseudoinfantiles con una carga extrema de violencia y antivalores. Si percibe actitudes prepotentes entre sus propios padres, maestros o adultos que lo rodean, si llega a una escuela en donde lo enseñan a “competir”, más que a convivir, cuya finalidad es “producir” más que hacer felices, seguros y apacibles a los niños que atienden?
Nuestra exclamación de ¡no violencia!, quedará en la memoria del niño solamente como una más de las locuras de los adultos. Esta guerra no habría sido posible si la educación de muchas generaciones no hubiera sido lo que fue: una oda al poder del dinero. El brazo político del modo de producción imperante. Una educación que ha desdeñado cínicamente a la música y al arte como medio superior y perfecto de encuentro y superación del espíritu humano. Una educación que ha olvidado que su finalidad no es producir artículos de uso en una fábrica o en una dirección ejecutiva, sino, por el contrario, seres felices y armónicos que sepan amar y ser amados, que perciban el sufrimiento de otros, que vivan las diferencias como la mayor riqueza del hombre. En fin, una educación libre, creativa, amorosa, respetuosa, honesta, tolerante, sabia…
Sería imperdonable no sintonizar nuestra voz al unísono con el canto a la no violencia, pero ello no servirá de nada si no actuamos por generar un cambio reflexivo y profundo en nuestros ambientes educativos, cambiemos algo en el hogar, en el aula, en la escuela de nuestros hijos, hacia esta otra educación en donde el paradigma rector no sea el valor del dinero sino el valor de lo bello y estaremos haciendo algo verdaderamente trascendente no sólo por parar esta aberrante, vergonzosa guerra, sino también, por dejar a nuestros hijos un mundo mejor que el que hemos hecho.
Mes del Niño.
México, D. F., 2003.